El abogado Marco Bolognini, miembro del Patronato de la Fundación Española de Renaturalización-Rewilding Spain y socio fundador de MAIO Legal, reflexiona en este artículo sobre el paisaje como un valioso elemento que puede reflejar la mejor interacción posible del ser humano con el entorno natural y que, como tal, debería estar protegido.

Sentados en una terraza del Albaicín, en Granada, un amigo y yo estábamos disfrutando de una cerveza y de una buena charla. Las palabras fluyen serenas cuando la ocasión es propicia. La Alhambra enfrente nuestro, sus huertos antiguos, los árboles centenarios, los jardines, Sierra Nevada al fondo, la gente en contemplación de tanta belleza: todo contribuía a hacernos sentir parte integrante de un lugar y un momento especiales.
Sin embargo, no hay que ser demasiado ambiciosos, en cuanto a metas de viaje, para probar esas mismas sensaciones.
En numerosos entornos urbanos o semiurbanos, por ejemplo, allí donde conviven en armonía bienes artísticos y algo de naturaleza, el ser humano empieza a recrearse y a contemplar, rodeado de tantos elementos positivos que alimentan la mirada y, por tanto, el alma. La diversidad entre lo que produjo la creatividad del Hombre y la fascinación que causa el verdor donde menos te lo esperas, es puro carburante anímico, especialmente limpio.
Lo importante, es que la acción posterior del ser humano no haya deturpado la belleza, y la haya simplemente respetado.
Si nos desplazamos un poco más, alejándonos de las urbes, para buscar una inmersión aún más profunda en lo esencial, en lo maravillosamente básico y necesario de la vida, nos encontraremos con pueblos diminutos enclavados entre grandes extensiones de tierras boscosas. Veremos ladrillos antiguos, vigas de haya o de roble que sostienen paredes de piedra, un campanario algo destartalado y, unos metros más allá, las aguas de un torrente que abandona el pueblo para colarse serenamente entre sabinares.

Si tenemos suerte, entreveremos algún gran herbívoro moviéndose por un encinar, no lejos del pueblo, mientras pasta tranquilamente cual desbrozadora natural y silenciosa.
Todo ello, desde la cerveza contemplativa en Granada hasta los apacibles momentos en los alrededores de un pueblo – pongamos – de Castilla-La Mancha, todo ello, decíamos, es paisaje. Es estar, es vivirlo y formar parte de ello. Es disfrutar, gozando, de su belleza, de la que somos un factor también.
Un paisaje bello, que nutre, que enriquece es el resultado de la interacción virtuosa entre naturaleza, patrimonio artístico y cultural y habitantes del lugar, de dos o cuatro patas.
Por desgracia, los paisajes a menudo sufren las injerencias indebidas de los seres humanos. Cualquiera de los tres elementos que los componen –naturaleza, patrimonio artístico y habitantes– puede ser víctima de ataques. Ejemplos hay a raudales. Un edificio horrible al lado de una iglesia románica. Una hilera de adosados como continuación de una muralla medieval. La tala de un bosque centenario, la esquilmación de la biodiversidad, los incendios ocasionados por las razones más diversas. La expulsión de los vecinos, por gentrificación, precios o falta de oportunidades.
Cuando uno de los tres factores falla, el paisaje sufre.
Para protegerlo de verdad, harían falta instrumentos jurídicos amplios y sólidos, holísticos en su concepción legal.

De hecho, varias son las constituciones de otros países que incluyen el concepto de “paisaje” entre los valores fundamentales a proteger. Al estar metido en la Carta Magna de una nación, el paisaje, por suerte de sus ciudadanos, se convierte en un derecho y un deber, en un valor esencial del conjunto social, digno y merecedor de la más alta protección.
El alcance del concepto de paisaje, de esta manera, ensancha sus límites y abarca mucho más.
La conservación de la naturaleza interactúa con el patrimonio artístico y cultural y, juntos, crean un enorme valor. Ese valor preservado, conservado, protegido por encima de unas meras –y limitadas– leyes administrativas, se convierte en riqueza a explotar para los vecinos que en el paisaje habitan, y que de ello forman parte.
La belleza es rentable. Crea empleo y perspectivas de larguísimo plazo, que no dependen de caprichos o intereses empresariales desconectados de la realidad física, fáctica del lugar.
Lo bello siempre será rentable y creará riqueza. Incluso, puede permitir que se ahorre dinero.
Tenemos un ejemplo de todo ello a unas escasas dos horas de Madrid. La Fundación Española de Renaturalización está realizando una de las iniciativas más sorprendentemente exitosas que se conozcan en la Europa mediterránea. Naturaleza, pequeños pueblos y sus gentes, unidos por unos mismos objetivos. A través de esa interacción virtuosa de la que hablábamos antes, una extensa área del centro de la Península está viendo reflorecer sus bosques, hoy habitados por una creciente población de grandes herbívoros que son al mismo tiempo un atractivo turístico y unas eficaces desbrozadoras antincendios.

Los pequeños y encantadores pueblos de la zona de actuación, animados por la actividad económica creada alrededor de la iniciativa, vuelven a tener sensaciones positivas, fundadas en hechos concretos: la hemorragia del censo menguante puede ser cauterizada y revertida.
Se están reformando antiguas casas en piedra y madera, que componen un aspecto esencial del paisaje.
Donde antes había decrecimiento y preocupación, hoy empieza a haber savia nueva y vitalidad. El desafío social es mayúsculo, pero merece la pena porque se puede lograr mucho.
El paisaje no es una entelequia comprensible para unos pocos iniciados. Es un valor esencial de nuestras sociedades que debería estar incluido, con todos los honores, en la Constitución española. Ojalá ocurra algún día.
Desde los Montes Universales hasta Granada, de Cantabria hasta Doñana pasando por todos los lugares, maravillosos, que componen España, sería una garantía jurídica vital para asegurar la continuidad a largo plazo y el potenciamiento de la belleza de este país y sus habitantes. Porque la belleza de un paisaje integrado y sano es también riqueza y rentabilidad. Porque, en definitiva, un paisaje bello es sostenible en todos los sentidos y para muchos, muchísimos años.